jueves, 4 de febrero de 2010

Ensayo sobre la ceguera




Ensayo sobre la ceguera


Laura Isabel González


Cuando lees por primera vez a un escritor y descubres con placer que su manera de contar es notablemente diferente a cuanto habías leído, y que su argumentación te conduce de manera objetiva por las ideas y principios universales, agradeces sinceramente a quien te lo recomendó.


Siempre había tenido curiosidad por leer a Saramago, recuerdo el revuelo que causó cuando se publicó su Evangelio según Jesucristo, y cuando le dieron el Premio Nobel de Literatura. Un día comenté esa inquietud y una amiga —qué buenos los amigos que prestan sus libros— me lo facilitó. El texto me atrapó desde la primera línea, sin embargo, no me atrevería aún a comentarlo.


Desde luego, lo compré porque me dispuse a iniciar un largo diálogo con Saramago, con sus cuestionamientos y observaciones de tipo psicológico, filosófico, moral, religioso y ético. Adquirí, además, Ensayo sobre la ceguera, la primera de una trilogía que componen también Todos los nombres y La caverna, en los que según el autor, en declaraciones hechas al diario El País el 10 de marzo de 2001, busca plasmar el devenir de un mundo que absorbe, devora y olvida a los hombres, sus vidas, sus historias, su historia.


La lectura de Ensayo sobre la ceguera fue intensa, inicia con un suceso trágico que le acontece a un hombre, habitante de una ciudad cualquiera, transitando por una calle llena de gente sin nombre, sin tiempo para conocer la tragedia del tipo que está deteniendo el tráfico porque repentinamente se ha quedado ciego; ahí, en su auto, parado momentáneamente por la luz roja del semáforo, se ve invadido por una luz blanquecina, lechosa, que lo hace gritar y pedir ayuda. Es el primer ciego, y así se le llamará en toda la novela, no tiene nombre, como no lo tienen tampoco los demás personajes que formarán el primer grupo de contagiados, los que tienen relación directa con él: un ladrón que, compadecido, se ofrece a llevarlo a su casa, sus respectivas esposas, el taxista que lo lleva con el médico oftalmólogo y los pacientes que estaban en ese momento en la sala de espera: la chica de las gafas oscuras, el niño estrábico, el viejo de la venda negra, y ellos a su vez a sus respectivas relaciones. La ceguera blanca se esparce inexplicablemente sin respetar edad, condición social o económica, como una plaga. El terror se apodera de quien va perdiendo la vista, el miedo y la angustia son patentes a medida que va aumentando el número de ciegos; cada vez son más los contagiados, ya no tienen quién los cuide porque los sanos no se quieren arriesgar, la situación se vuelve caótica, es apocalíptico lo que sucederá en la ciudad que inventa Saramago donde todos se irán quedando ciegos. Y la manera de narrarlo es genial, palabra y pensamiento se funden y las descripciones, remembranzas, reflexiones y diálogos de los personajes fluyen en un ritmo perfecto, el ritmo del pensamiento del creador que lleva al lector a recorrer ese mundo de habitantes ciegos.


Como no hay explicación médica a tal ceguera y a tal contagio, la autoridad velará por el resto de la ciudadanía y resuelve declarar la segregación de los enfermos en un lugar aislado, custodiado por soldados aterrorizados que tienen órdenes de disparar a quien intente salir del confinamiento brutal. La peste amenaza la estabilidad del Estado y justifica el sacrificio de los contagiados en pos del bien común. El discurso es aberrante.


Con esta historia, el autor ha logrado una brillante alegoría que logra describir la realidad de la sinrazón en que vivimos actualmente, porque la vista es una metáfora de la razón. El miedo que ciega, la sensación de abandono, el sufrimiento por la invalidez, por la soledad, describen al hombre moderno que sin ser ciego actúa como tal.


¿Quién ayudará a los ciegos de Saramago a encontrar las camas o los baños o los lugares y las cosas que hacen posible la convivencia humana? Hay una mujer, la esposa del médico, la heroína que puede ver el dolor de todos. Ella no se queda ciega porque no tuvo miedo de que tal cosa ocurriera, “Habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás”; la mujer se subió a la ambulancia y mintió para acompañar a su marido por solidaridad y creo que, por qué no, por amor. Un sentimiento humano que salva porque guía, atiende y alienta.


Gracias a la mujer del médico, el lector sentirá la gran falta que hace el sentido de la vista, verá la degradación de la conducta humana, escuchará los llantos de impotencia y de coraje, olerá la inmundicia que se irá acumulando, los desechos que el cuerpo tiene necesidad de expulsar, ahora sin saber siquiera dónde, sin agua, sin higiene, casi sin aliciente para esperar una cura milagrosa. Los confinados se enfrentan a un mundo nuevo, el de la lucha por la supervivencia, por la comida cada vez más escasa que les avientan cada día para cada vez más gente que sigue llegando, más contagiados que, frustrados, buscan una mano que les indique por dónde caminar sin tropezar, una voz que les dé esperanza. Así, palpan y huelen y escuchan y prueban el sabor del hambre, del miedo, del caos. Buscan acomodarse lo mejor posible, ¡son tantos los que deben satisfacer las necesidades más elementales! La mujer del médico, que lo ve todo, les dice: “Si no podemos vivir enteramente como personas, hagamos lo posible por no vivir enteramente como animales”. Ella es el símbolo de la conciencia.


La lectura de Ensayo sobre la ceguera es impresionante, inquieta porque aunque resulta odioso pensar que, aunque es una ficción, los acontecimientos se parecen mucho a la vida moderna en una ciudad cualquiera. Nos hemos adaptado, como los ciegos, para sobrevivir en una ciudad cada vez más hostil y peligrosa, queremos tener más, y a veces sacrificamos tiempo, esfuerzo y valores que nos apartan de lo que merece ser visto. Los acontecimientos cotidianos, por asombrosos que sean, son aceptados mientras no vulneren, en el mejor de los casos, la vida casi perfecta que a veces logramos conseguir. Rechazamos la violencia, el abuso, la sinrazón, pero nada hacemos por combatirla porque es sólo un discurso que nos justifica, nos adapta mejor en la ceguera mental de mundo salvaje en que vivimos. La religión, la ciencia, la política, la sociedad misma ha inventado ese discurso para tener el control, lo utilizamos para tranquilizar la conciencia, pues ¿quiénes somos para cambiar el estado de las cosas? Nos hemos convertido en seres insignificantes, invisibles porque no nos vemos realmente, somos anónimos que corremos, trabajamos, compramos y estamos solos, ciegos e inmersos en una lucha personal, quién sabe para qué o contra qué.


Tal vez la mirada de Saramago no esté tan ciega, tan deslumbrada por la luz de los avances científicos y tecnológicos. Estoy segura de que lo volveré a leer, por eso lo recomiendo, porque es un escritor para mucho rato, me quedo con él porque su parábola me convence, me hace reflexionar sobre la magnitud de mi propia ceguera. Tal vez una nueva lectura ayude y me permita ver mejor. Confío, por lo pronto, como los primeros ciegos confiaron en la mujer del médico sin conocerla, que existen personas como ella, que ven con los ojos de la conciencia y de la fe en la humanidad, dispuestas a dar la batalla por amor y solidaridad.


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Ensayo sobre la ceguera (Ensaio sobre a cegueira), de José Saramago. Traducción de Basilio Losada. La edición de bolsillo la encontramos en Suma de Letras, en la colección Punto de Lectura, con 439 págs. Hay una edición en formato mayor editada por Alfaguara, con 373 págs.


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José Saramago es uno de los novelistas portugueses más conocidos y apreciados en el mundo entero. Nació en 1922 en una aldea de Ribetejo en una familia de artesanos. En su significativa obra encontramos poesía, teatro, ensayos, cuentos y novelas, entre las que destacan: Historia del cerco de Lisboa, Año de la muerte de Ricardo Reis, Cuadernos de Lanzarote, El evangelio según Jesucristo, Todos los nombres, La caverna y El hombre duplicado, entre otros.



[Lecturas 1. Mayo-agosto de 2003]

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